martes, 24 de febrero de 2009

La injusticia del imbécil

Hacía mucho tiempo que no iba a tirar la caña. Y el domingo pasado mientras almorzaba las sobras de la cena anterior, un delicioso sargo aromatizado con jengibre, cilantro y lima, pensé que quizás los sabios habitantes del mar, extrañaban el delivery gastronómico que siempre supe ofrecerles, y que ya comenté hace unas semanas. Cuestión que una vez terminado el exótico almuerzo, y previa siesta de por medio, me lancé una vez más a dicha empresa.
Preparé el menjunje de siempre, con la dedicación de una abuela que cocina un postre para los nietos y descongelé unas gambitas que quedaron de la última y no muy afortunada aventura pesquera. Armé la caña alimentadora y salí de casa, tranquilo, con goce y en completa armonía con la naturaleza. Pensando no tanto volver triunfante por la faena marítima, si no, más bien con la plena idea de disfrutar del sol, de la soledad y de la paz que conlleva esta actividad. Llegué a mi sitio habitual, unas rocas perdidas por ahí y me senté a contemplar el mar que se extendía azul, infinito y calmo frente a mis ojos deslumbrados por la magnífica postal de la tarde.
Me quedé un rato así, mirando, sin pensar en nada, en comunión con el brillo del sol reflejado en la superficie quieta. Incluso, no tenía ganas ya de armar la caña por que eso suponía concentrarme y, tal vez, perder, más no sea, un instante de aquella quietud llenadora.
Al cabo de un rato, lo hice y mientras observaba la boya roja flotando como único punto de referencia en la inmensidad, llegó al lugar Seba, un compañero del laburo. “Que hacés mostro”, dijo en inconfundible argentinismo. “Acá estoy, traquilo”, respondí, con cortesía pero advirtiéndole su interrupción.
Seba llevaba pantalones a cuadritos, de versace o armani seguramente; unas zapatillas deportivas blancas de marca y una camiseta azul con la pipa de nike en rojo sobre el corazón. En su espalda calzaba una mochila de la misma marca que su remera y la mano derecha sostenía una enorme caña de pescar color negro.
“¿Hay pique?” , preguntó mientras prendía un cigarrillo. “Normal, como siempre” respondí yo, restando importancia a la pregunta. Seba armó su caña de 48 metros y (entienda el lector la siguiente expresión de manera figurada) la lanzó al agua. A los dos minutos minutos la sacó, para volver a arrojarla, repitiendo esta operación durante el próximo cuarto de hora, durante el cual me comentaba de una “negrita” ecuatoriana, del laburo que se quería "garchar".
De más está decir que a estas alturas, mi armonía con la naturaleza y la paz que conlleva la pesca, se habían ido rápidamente al carajo. Aún no había transcurrido media hora, Seba tiraba y sacaba la caña del agua con fanática y no menos sorprendente demencia. De repente hubo un silencio. Prendió otro cigarrillo. Me mantuve alerta, pensando tal vez en aquellas películas de Cóppola (el papá, no la nena), donde tras una mansa escena con musiquita, llega otra repleta de sangre y violencia. Y Seba, con menos crueldad pero con igual efecto dijo: “Acá no hay nada, Pablo, no hay una mierda”. Que hijo de puta. No hace ni 20 minutos que estás, pelotudo (con el acento en la t, maestro canalla). Eso sin contar que metes y sacas la caña del agua como si supieras lo que haces, como si fuese una técnica milenaria de pesca porteña. Eso pensé decirle. No lo hice. Sólo lo miré y esbocé una tímida, muy tímida sonrisa. No podía decirle nada. No valía la pena, yo lo sabía.
El recogió su caña, armó su mochilita y me dijo: “Me voy mostro, conozco un lugar buenísimo para pescar”. Me invitó, le dije que no, y antes de irse tiró el cigarrillo al mar. Éste respondió lanzándome una ola que me cubrió del pupo para abajo. Y así regresé a casa, sin peces, sin armonía y sin paz con la naturaleza. Pero con la convicción de saber el título que le pondría a este texto.

lunes, 16 de febrero de 2009

Historias del Parque Sarmiento

Siempre me gustó el Parque Sarmiento. El pasto y el lago verde. Los bancos blancos en la Av. Del Dante. La bandera argentina llena de tierra.

El parque de diversiones. Una vez fui a los autitos con mi viejo y mi hermana. Y cuando salimos nos comimos un algodón de azúcar. Rosa era. Lo que más me gustaba de esos algodones es que me parecia estar comiendo una nube dulce. Al tren fantasma fui una sola vez. Lo único que daba miedo era el golpe que hacía el carrito al chocar las puertas. ¡Blam!

Una tarde fui con mi primo, el menor, a tomar maté al parque. Caminando llegamos a un alambrado que daba al zoológico. Saltamos el alambre y nos metimos de canuto entre los matorrales. Teníamos la ropa llena de abrojos y olor a chancho. Cuando bajamos al zoo, dimos justo arriba de la jaula de los pumas, que nos miraban con ganas de hacer lo mismo, pero al revés.

Años más tarde volví al zoológico con mi hermana y mi hermanito, éste de unos 4 o 5 años por aquel entonces. El estaba caminando por una pequeña pirca de piedras, agarrado de mi mano. Se frenó, me abrazó y susurró: "Te quiero mucho". Fue la primera vez que me lo dijo. Nunca olvidaré ese instante.

Mis viejos nos llevaron un día a un descampado cercano al Lawn Tenis. Nos sentamos en ronda sobre el pasto y nos dijeron a mi hermana y a mí que se separaban. Nunca vi sus miradas tan tristes. Nunca vi tan desorientada la de mi hermana. Nunca pude recordar como me sentía.

En el rosedal vi una mujer sentada sola en un banco. Con una mano sostenía una margarita y con la otra se limpiaba las lágrimas.

En el teatro griego, vi una mujer y un hombre haciendo no se que cosa con los pantalones en los tobillos.

En algún lugar del parque, le enseñé a mi hermana a estacionar. Había un Fiat Uno rojo. Puse una bolsa de basura a cinco metros del Fiat, y otra a diez metros de ésta; como para que entrara un Scania. Un hombre que pasaba corriendo por ahí la vio maniobrar. Se detuvo, fue hacia el Fiat y lo alejo diez metros más. Se volvió hacia nosotros; “por las dudas”, dijo sonriendo.

Todas las mañanas atravesaba el parque para ir al colegio Gobernador Alvarez. Me gustaba ir con tiempo para caminar despacio mirando las copas de los árboles y llenarme los pulmones de olor a eucalipto cordobés.

Al lado del lago, una chica de la escuela más grande que yo, me metió la lengua en la boca. Yo no sabía que hacer para disimular la entrepierna.

Dentro del lago, en uno de esos botes a pedales, una novia me dijo que yo era todo lo que esperaba de un hombre. Y eso que todavía no me crecía el bigote.

A veces iba al parque a correr. Lo mejor era ir lento y dejar pasar a la chicas del IPEF para mirarles el culo.

¿Cómo se llama la calle La Viborita? En realidad no quiero saberlo.

Una mañana, con unos compañeros nos hicimos “la chupina” del cole. Nos fuimos al lago a comer criollitos. Les dimos las migas a los patos y meamos todos juntos mirando en dirección a la escuela.

Pero sin dudas, lo mejor del parque estaba en el Ministerio de Agricultura y Ganadería y Recursos Renovables, frente al Dante. Mi vieja trabajaba allí. Algunas veces iba a visitarla a la salida del cole. Ella me esperaba con un pancho y una coca cola, que yo me comía en su laboratorio mientras la observaba orgulloso, como vestía su guardapolvo blanco.

jueves, 5 de febrero de 2009

Augustolópezochocientosveintiunoteléfonosetentayunocuarentaytressesentayseis.

Cuando vivía en AugustoLópezochocientosveintiunoteléfonosetentayunocuarentaytressesentayseis, siempre jugaba a lo mismo. A los Piluquis. Me sentaba en el comedor y enganchaba uno por uno esos autitos de plástico de los de antes. Sin fricción, sin muchas piezas, sin control remoto y, sobretodo, irrompibles. El amarillo era de carreras, el blanco la ambulancia, el azul la policía, y rojo, mi preferido, un fitito sin techo. Después estaban los otros que completaban la colección.
Cuando vivía en AugustoLópezochocientosveintiunoteléfonosetentayunocuarentaytressesentayseis, siempre jugaba a lo mismo. A la casita robada. Con la mamá del papá de mi mamá. Ella jugaba a la escoba al mismo tiempo y ninguno de los dos se daba cuenta. Pero al final, mientras yo contaba las cartas acumuladas, ella festejaba por tener la setenta y los velos.
Cuando vivía en AugustoLópezochocientosveintiunoteléfonosetentayunocuarentaytressesentayseis, siempre jugaba a lo mismo. A María y José. Mi hermana era María y yo José. Siempre la salvaba de algo, la rescataba. Con el tiempo nos dimos cuenta del poder de persuasión de nuestras abuelas creyentes.
Cuando vivía en AugustoLópezochocientosveintiunoteléfonosetentayunocuarentaytressesentayseis, siempre jugaba a lo mismo. A Tarzán, el Rey de los Monos. Yo me ponía en una punta del patio y mi abuelo (el único basquetbolista del mundo que nunca perdió un partido por más de dos puntos) en la otra, recostado sobre el pasto. Antes de iniciar la carrera hacia él, gritaba como un mini tarzán de General Bustos: aaaahhh aaaahhhhh aaaahhhh. Corría, saltaba y volaba hacia las manos grandes de mi abuelo, que me abarajaba en el aire, como si fuese una bolsita de carne tierna. Un día tomé más envión de lo normal, y me agarró con mucha suerte, justo antes de hacerme mierda contra la casilla donde estaban las garrafas de gas. No hubo más vuelos. Pero los reemplazó sabiamente contándome historias del elefante Tantor, la serpiente Histha y la mona Chita.
Cuando vivía en AugustoLópezochocientosveintiunoteléfonosetentayunocuarentaytressesentayseis, siempre jugaba a lo mismo. A armar historias. Yo era el muchachito y mamá la muchachita. “Vos eras tal persona y yo tal otra. Un malvado nos había encerrado en blah blah blah. Y resulta que vos blah blah blah, entonces yo blah blah blah...”. Ella escuchaba mientras yo relataba lo que íbamos a hacer. Cuando terminaba de armar la historia, con guión incluído, se acababa el juego.
Cuando vivía en AugustoLópezochocientosveintiunoteléfonosetentayunocuarentaytressesentayseis, siempre jugaba a lo mismo. A ver novelas brasileñas sentado en la falda de mi abuela, la más hermosa del barrio. En las partes pornográficas, cuando a la protagonista se le veía un cuarto de teta, ella me tapaba los ojos y se reía. “Uuhhh no mirés, Palín, no mirés”, decía.
Cuando vivía en AugustoLópezochocientosveintiunoteléfonosetentayunocuarentaytressesentayseis siempre jugaba a lo mismo. A las luchitas. En el mismo escenario del mini tarzán pero con mi papá. El se ponía de rodillas con las manos atrás, exhibiendo su cara para que yo le encajara una piña. Se movía tan rápido que nunca pude pegarle una. Cuando me cansaba me tiraba encima suyo y el me abrazaba y me hacía las mejores cosquillas del universo.
Se me pone la piel de gallina y el corazón lleno de sonrisas, cuando recuerdo como me sentía viviendo en AugustoLópezochocientosveintiunoteléfonoetc etc etc.

miércoles, 21 de enero de 2009

El alimentador de peces

Cuando paso tiempo sólo, se me ocurren muchas cosas por hacer para asesinar el tiempo, ninguna se lleva a cabo, claro. O casi ninguna.
Estudiar lenguas, por ejemplo. Hace tres años aproximadamente que me digo a mi mismo: “vamos pablito, búscate unos libros o utiliza ese extraño instrumento llamado internet y ponte con el italiano, o el catalán, o el francés, o (juro que también tuve la intención) el latín”. Y nada, allí quedan los libros en sus estantes de librería, allí queda la internet en su ciber café y allí quedo yo, sin cultivar el aprendizaje.
En una época hice el intento con la fotografía, y entre la apertura del diafragma (¿?) y la distancia focal, quedó nuevamente mi intención a la deriva.
También quise alquilar películas viejas y comprender por que Salzano quiere que vuelva Mastroianni, el hombre que le enseñó a usar sobretodos con el cuello levantado, pero tampoco; siempre algo (menos interesante seguramente) me distrae y mantiene alejado del ponderadísimo muchacho que no sabe llegar al fondo de las cosas.
En otras ocasiones me propongo, fortalecer este cuerpito mediante algún tipo de ejercicio, más no sean un par de flexiones y otro de abominables. Tampoco, siempre es tarde y tengo otras cosas por hacer. Estudiar idiomas por ejemplo.
Quise también despertar mi capacidad músico-instrumental, y tras haber comprado mi tercera armónica (una con cd y manual incluidos), interpreté que quizás aquella, estaba profundamente dormida.
Y este año, allá por abril y aprovechando que la vida dispuso que esté cerca al mar, tuve otra brillante iniciativa. Pescar. Si bien mis conocimientos en esta área son algo básicos (caña, tanza, anzuelo, carnada, pez), sólo se trataba de juntar un puñado de decisión y dedicarle algunas tardes a dicha actividad. Y para mi sorpresa, así se hizo.
Una mañana fui a una casa de artículos deportivos, y con la ayuda de una muy paciente vendedora, volví a casa con una caña telescópica (como aquellos vasitos de plástico de la niñez), una caja de pescador llena de repuestos de anzuelo, dos boyas de telgopor, y una cajita de cartón repleta de lombrices.
Ese mismo día fui al mar con un amigo conocedor del tema. El armó su caña y la mía, por supuesto. Y comenzó la aventura. La desventura.
Las primeras cuatro veces que fui a pescar, me volví sin peces ni lombrices. Tres euros con veinte cada caja, me suponían un gasto no justificado, aunque estimo que los peces pensarían exactamente lo contrario. Eso sin contar que perdí las dos boyas y seis plomitos que se quedaron enganchados en alguna planta marina. A todo esto, mi compañero de pesca, Jorge, sacaba lubinas, sargos y doradas de un kilo y medio, que cuando éste las traía enganchadas por el anzuelo, me sonreían con sorna, mirándome de reojo.
No obstante, debo admitir que aquella actividad, seguía despertando mi interés. Y así fue como, de manera extrañamente tesonera, continué intentándolo.
Cambié las lombrices por anchoas frescas, y a Jorge por un mp3.
Nada. Otra vez los peces, agradecidos por el almuerzo gratis.
El último sábado, aprovechando que era mi día libre (del trabajo al menos), me desperté temprano y fui a la pescadería del pueblo. Le conté al dueño sobre mis intentos con la materia, y me recomendó utilizar camarones como carnada. También me aconsejó que preparase una mezcla de leche, pimentón, pan y azúcar para arrojar en la zona donde posteriormente tiraría el anzuelo y así atraer a los pececillos. Compré 250 gramos de dicho marisco, agradecí los consejos y me volví a casa rápidamente a preparar el menjunje. Armé la caña como pude y me fuí, esperanzado, a unas rocas que busqué cuidadosamente calculando el oleaje y la suave brisa de aquella fantástica y soleada jornada...
Se comieron todo los hijos de puta. Los camarones, la guarnición de pan y pimentón y mi entusiasmo. Como corolario, mientras recogía mis cosas para volverme a casa y maldecía a todos los santos y peces del mundo, se largó a llover intensamente. Y así, empapado, regresé a buscar alguna armónica perdida.

viernes, 16 de enero de 2009

Gracias, Dr.

Mi primer amigo se llamó Uchima. Yo no lo supe, hasta ahora. Supongo él no lo sabrá nunca ya que sólo lo vi dos veces en mi vida y la primera no la recuerdo.
Pero una mañana, de hace unos 18, 19 o 20 años fui con mi vieja a la ex Clínica de la Concepción en la calle Buenos Aires, esquina Hipólito Yrigoyen a visitar al Dr. Agrelo, mi pediatra.
De él si me acuerdo mucho. Del bolsillo de su delantal blanco también. El bolsillo del lado del corazón tenía bordado su apellido con hilo azul, en cursiva: Dr. Agrelo, decía. Con el tiempo supe que se llamaba Fernando, no Dr.
Lo que me gustaba de ir a verlo era que siempre estábamos solos en su consultorio. Dos hombres conversando, mientras mi vieja esperaba afuera, seguramente leyendo.
Yo llegaba, me sentaba en una camilla forrada de cuerina negra, cubierta por una sábana blancuzca.
El se sentaba detrás de su escritorio y de sus lentes de doctor. A su espalda, sobre la pared beige, dos diplomas encuadrados, certificaban que era médico y que se llamaba Agrelo. Agrelo, Fernando.
Hablaba tranquilo, serio, y preguntaba profesionalmente en voz gruesa. Yo siempre respondía muy educado, como si estuviese hablando con Dios. De vez en cuando me reía, él me miraba por abajo de sus lentes, y también sonreía. En ese momento yo sabía que después de mi viejo, el Dr. Agrelo era el hombre más bueno del mundo. De Córdoba, como mínimo.
Siempre que me ponía una maderita con gusto a pino en la boca, mientras yo sacaba la lengua y decía aaaaaahhhh aaaaahhhh, yo tenía miedo de que se diera cuenta que no me había lavado los dientes. Pero no, el estaba para cosas más importantes que un par de caries. Me alumbraba con su linternita infinita y me decía: “muy bien, está todo bien Pablo”. Y yo respiraba tranquilo pensando que se refería a mi alma de niño. Después, observando a mi tío Mario, que también es Dr., supe que la luz de la linterna no era tan infinita y sólo llegaba hasta las amígdalas.
A continuación, se calzaba el estetoscopio. Yo me sacaba la remera y esperaba el frío contacto de dicho aparato en mi espalda primero y en el pechito blanco después. Respirar hondo y largar el aire despacito era la consigna, para escuchar los latidos. Como la vida misma. Gracias, Dr.
Y esa mañana de hace 18, 19 o 20 años, tras la visita al Dr. de los diplomas, mientras mi vieja y yo salíamos de la clínica, nos cruzamos con otro hombre bueno de delantal blanco. Mi vieja se acerco a mi oído y me susurró: "Ese es el Dr. Uchima, me atendió en al parto cuando naciste”.
Fue la segunda y última vez que ví a mi primer amigo.
Salud Uchima, que alguien lo tenga en la gloria.

miércoles, 14 de enero de 2009

Una respuesta, por favor.

¿Donde están mis muertos? No tengo muchos, pero ya son demasiados.
A pesar de la absurda idea de un encuentro en el cielo azul e inexistente, que maravilloso sería. Al menos una vez más, al menos, otro abrazo.
Lo terrible no es la muerte en sí.
Se trata de la desaparición. De la ausencia repentina y eterna (muy eterna) en la vida de los que quedan respirando, latiendo y dando vueltas sin entender cómo y sin saber dónde.
¿Donde está el olor, la textura de las manos, la voz, la presencia, la manera de caminar, la sonrisa, la mirada ...?
¿Qué pasa con las horas y los días no vividos? ¿Quién se los devuelve? ¿Quién me lo explica?
No necesito saber que la vida es así, la naturaleza y su puta madre. Tampoco me interesan los recuerdos, la memoria y demás verdades. No, hoy no. Hoy solo me sirve la exactitud, la respuesta concreta e imposible.
No quieran convencerme, nunca seguí al mejor postor.
Cierro los ojos, respiro, intento pensar, y el vacío se engrandece.
Como se acostumbra uno, teniendo la certeza de que eso que dicen de las propiedades curativas del tiempo, es una completa farsa?
Parca: le pusimos nombre para darle forma, para convencernos de algo. Como lo del cielo. Nada sirve ante semejante debilidad.
Quiero verlos. ¿Donde están?

jueves, 8 de enero de 2009

Melchor, Gaspar y el Negro Basaltar

Queridos Reyes:
Este año me he portado bien. Pude salir a flote (no sin haber perdido el timón previamente) de la marea cotidiana. Creo haber hecho bien las cosas, haber aprendido un poco más cada día, y haber intentado al menos, hacer feliz a la mayor cantidad de gente que pasó cerca mío. Por esto, y considerando que hace ya muchos años dejé de pedirles pasaran por casa con un regalito, es que les escribo y solicito:

Que me devuelvan el olor al pan con chicharrón.
Que la vida no pase tan de prisa.
Que el padre palestino que sale en la foto del diario con su hijito muerto en brazos pueda volver a vivir en paz.
Que el tomate vuelva a tener gusto a tomate.
Que Marylin Monroe me cante el cumpleaños feliz.
Que Central salga campeón.
Que mi vieja pueda darle un beso en la nariz a Gerard Depardieu.
Que las ametralladoras de Gaza estén llenas de telgopor.
Que el “Palito” Cerutti no vaya en ese auto.
Que todos los hijos de puta (ellos saben quienes son), dejen de serlo.
Que alguien ayude a Laura Ingalls.

Tengo más, pero supongo vuestro viaje es largo y no pueden cargar con tanto peso.